No suelo leer best sellers, pero Sant Jordi es una buena ocasión para que se cuelen. No es muy adecuado llamar así a esta novela, pero a veces me sorprende que ya vaya por la segunda edición. Estoy convencida que, a parte de ser un escritor famoso, muchos lectores se sentirán identificados por la época, justo antes de los hippies de los '60.
Pero si algo se puede ahorrar esta novela es la historia. Y no es que sea mala o no, que sea aburrida o simple. También se debe a mi aversión por las descripciones, y todo el preámbulo de adjetivos con los que sólo se luce el traductor. Pero no es que este libro sea exhaustivo (siempre he admirado a los que se han leido El señor de los anillos), aunque si sólo se quedara con sus cuatro escenas de encuentro, sólo con esos detalles que encadenan el siguiente paso, creo que no hubiera echado de menos el resto. La catarsis de los cuatro momentos que viven los protagonistas ya explica el resto de la narración. McEwan consigue concentrar el pasado de sus personajes para que cada movimiento sea una consecuencia implícita. La tensión que congela las emociones es casi cinematográfica. El autor escoge perfectamente los motivos de cada diálogo, en los que las limitaciones de los personajes desencadenan finalmente su historia.
El genio del escritor es que, en ese momento, sus personajes no pueden sino actuar como lo hacen. Y ésta, que es una historia de destino, plantea la pregunta que se hace el protagonista al final de su vida. Y creo que el mismo autor la contesta: no, no hubiera sido posible tomar otro camino.
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